En una de las empinadísimas calles que rodean la sierra del Ajusco, en el sur de Ciudad de México, una patrulla de la Guardia Nacional vigila la casa de Brenda Quevedo. Los agentes piden el nombre a los visitantes, recomiendan espacios de estacionamiento. Están pendientes. Qué bueno, podría pensar cualquiera. La están cuidando. Y no es para menos. Quevedo ha sufrido durante años el castigo del Estado, influenciado por una mujer, Isabel Miranda de Wallace, que la colocó en el centro de la diana. Fue ella, defendió Wallace, quien organizó al grupo de criminales que secuestró y descuartizó a su hijo. Fue ella, femme fatale, la llegaron a llamar, el símbolo de un crimen que, 20 años después, parece que ni siquiera ocurrió.
Miranda de Wallace murió hace un par de meses envuelta en polémica. Quevedo, que nació hace 45 años en la capital, ríe al comentarle el hecho. Nada escandaloso, la sombra de una carcajada, colisión de la ironía y el miedo. Ironía, porque, tras el anuncio de su fallecimiento, hace unas semanas, coincidieron la interminable fila de muestras de pesar, con los comentarios de los incrédulos; miedo, claro, producto de 17 años de cárcel, torturas, agresiones sexuales, encierros en solitario por meses, y una desesperanza del tamaño del Pico del Águila, cumbre capitalina, que acecha desde la parte trasera de la terraza. “No sentí gusto, ni nada, sobre todo por esta onda que traigo de perdonar”, dice respecto a la muerte de Wallace. “Yo soñaba que me pedía una disculpa, admitiendo todo, que yo no tenía nada que ver”, añade.
No hubo disculpa, ni admisión de nada. Wallace persiguió hasta la tumba a Quevedo y al resto de la presunta banda de criminales que supuestamente secuestró y mató a su hijo, Hugo Alberto, en 2005. Hábil en el discurso, publicista de carrera, la mujer convenció a sociedad y gobiernos —los de Vicente Fox, Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto, principalmente— de que aquellos malhechores atrajeron a Hugo Alberto a una casa en la capital; de que allí lo mataron por error y luego lo despedazaron; de que más tarde fingieron que estaba secuestrado con unas fotos retocadas, que le habían tomado, aún vivo. Nadie dudaba. Wallace señalaba y, con el gesto de su dedo, condenaba. Todos cayeron a prisión.
Hace unos días, la Suprema Corte de Justicia de la Nación ordenó la liberación de otra de las perseguidas, Juana Hilda González, que había sido condenada a pasar su vida en prisión. En el universo de Wallace, González había sido quien había atraído al hijo a su casa, una trampa. Pero la Corte concluyó que aquello era falso, que la autoinculpación de González, prueba principal en su contra, se la arrancaron a base de tortura. La mujer fue liberada horas después. Quevedo se sintió feliz, aunque ella deberá esperar. Su caso va por un canal distinto y cae, ahora, en un limbo. O en una contradicción. Ingenuidad del visitante: la patrulla de la Guardia Nacional no la cuida, vigila que no escape de su arresto domiciliario.
Pregunta. Salió usted de prisión hace justo un año. [Después de 17 años presa, detenida, primero, en EE UU, a donde había huido, extraditada a México, encerrada en un penal del Estado de México, luego en las remotas Islas Marías y más tarde en Nayarit]. ¿Llegó aquí?
Respuesta. Esta era casa de mi abuela. Con todo esto, mis papás tuvieron que vender todo. Y tuvimos que regresar aquí… Con el cambio de la medida cautelar [de prisión a arresto domiciliario], teníamos que poner un domicilio, que llevara años en la familia, que estuviera todo en regla.

P. ¿Han hecho el cálculo de cuánto perdieron en todo este proceso?
R. Mira, teníamos el departamento que hace 20 años costaba unos cinco millones de pesos. Y ahorita estamos cuantificando eso, porque la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas nos lo pidió, para ver cuánto dan. Y luego, lo moral, lo emocional, que también lo cuantifican… Pero lo económico asciende a entre ocho y 10 millones de pesos.
P. ¿Qué sintió la semana pasada, cuando vio el fallo de la Corte?
R. Fue una emoción grandísima, porque llevamos 20 años contra un sistema que siempre nos cerró las puertas, nos tachó de culpables, nos torturó, fabricó… Todo lo que inventaron. Y a donde nos acercáramos para pedir ayuda, todo cerrado, hasta la Comisión Nacional de Derechos Humanos. Había que ir al panorama internacional… Que la Corte diga ‘sí, hubo fabricación, tortura’, fue como un gane. Pensamos que nunca iba a llegar algo así.
P. Ahora parece usted tranquila. No es poca cosa, después de todo lo que cuenta [en sus diarios, que Ricardo Raphael ha publicado parcialmente en su libro, Fabricación].
R. Con todo el aislamiento, el dolor de las torturas, los encierros… troné en un momento. Luego reconecté espiritualmente para no volverme loca. Estuve muy mal, tuve que tomar medicamentos. Pero al final empecé a soltar, porque me estaba muriendo.
P. ¿Cuándo tronó?
R. Me llevan a Islas Marías en 2011, me atacan horrible, me abusan, golpean, de todo, para que diera una declaración. Quería morirme. Me quería suicidar. Porque pensaba, ¿cómo es posible que todo el mundo se preste a esto? ¿Qué es esto? Y ahí perdí el amor a todo, las ganas.
Luego me llevan a un lugar de las islas y me aíslan, para que no hablara con nadie. Era una casita, sola. Había una oficial cuidándome. Y ya en la soledad… Eso me tronó mentalmente. Y no fue de un día para otro. Estaba rebasada por una historia en la que no tenía nada que ver. Al final, pensaba que me iban a terminar matando. Para eso, mejor me mataba yo.
P. Y, ¿cuándo encontró algo de luz, de ilusión?
R. Llegando a Tepic [una cárcel en Nayarit]. Porque volví a ver a gente, hablé con mi mamá… Empecé a meditar y me llegó una onda con Dios, no sé cómo explicarte. Como volverle a dar sentido a mi vida.
P. Se agarró a la fe.
R. O a la espiritualidad. Ahora he entendido que el dolor y el sufrimiento te acercan a un sentido en la vida. Leí mucho de esto para tratar de sanar, de salir de esto. Cuando tuve acceso a libros, leí a Viktor Frankl, a Edith Eger, gente que ha sobrevivido a holocaustos, accidentes. Era una búsqueda de cómo se sana del trauma.
P. En ese primer momento de la huida, usted ve por primera vez esos espectaculares con su cara. [Wallace empapeló la capital de anuncios enormes, con las caras de los presuntos secuestradores de su hijo, ofreciendo recompensas, llamándolos asesinos]. ¿Qué sintió entonces?
R. Ese fue el momento clave, cuando vi que ya todo estaba fuera de la realidad. Y de la legalidad también. Porque a veces dudaba, no sabía si alguien de los que acusaban habría tenido algo que ver… Vi espectacular, el mío, decía “secuestradora”, “asesina”. Me dio una crisis de nervios, me metí abajo de la cama. Pensaba en mi familia. Veía mi vida destrozada, con una mentira. Y nadie me daba chance de pelearlo. Me dio paranoia, pensé que me querían hasta matar. Fue cuando me quise ir a EE UU.

P. Usted había crecido en un entorno de clase media, había estudiado, viajado a Europa, sabía idiomas… Y de repente, la huida, Guadalajara, Michoacán, de ahí a Coahuila, a cruzar el río Bravo, tratando de que no la agarre la migra.
R. No dimensionaba lo peligroso que fue. Fue pura supervivencia, alimentada de mi paranoia. Cuando estaba a punto de cruzar el río llegué a pensar, ‘pero, ¿qué estoy haciendo aquí?
P. En sus diarios dice, “me había convertido en la Alicia del cuento, que cayó en un mundo habitado por seres extraños”.
R. Durante la cruzada del río, por ejemplo, llegamos a una casa en Piedras Negras, sucia, horrible. Estuvimos ahí no sé cuanto tiempo, como un mes…
P. En EE UU es donde luego la detienen. ¿Baja usted la guardia, se relaja?
R. No me relajé. Fue sin querer. Ya estaba trabajando en un restaurante en Kentucky, salí de casa de mis tíos, que me habían acogido, y una compañera me invitó a vivir con ella. Yo siempre lloraba mucho. Pero no le decía. Un día ella me ve en el espectacular, desde la compu. Y me dice, ¡ay, chamita, eres tú, no puedo creerlo! Y me abraza, se pone a llorar. Ahí, chillando las dos, y yo le decía, ‘no tengo nada que ver’. Y ella, ‘no te preocupes, va a estar todo bien’. Ya después no supe si fue ella quien me delató, o una amiga de ella. Los primeros años fue bien doloroso. Sentía que no podía confiar en nadie.
P. En sus diarios refiere “la saña” en su contra por parte de Wallace. De ese rol de femme fatale que le adjudicaron.
R. Sí, una onda orquestada por ella y por periodistas. Hubo uno, Martín Moreno…
P. Usted escribe que Moreno le acusó “de plano de ser una prostituta”. [“La morena que les coqueteaba y que, a la menor provocación, se agachaba para dejar descubiertos sus muslos posteriores y enseñar el contorno de las nalgas”, escribió Moreno en su libro, El Caso Wallace].
R. Fue fabricado a partir de unas fotos de una fiesta de Halloween. Me había disfrazado de conejita de Playboy. Tomaron la foto y nos satanizaron. Y decían que así yo atrapaba a los hombres y que vendía drogas en Polanco. Cosas muy misóginas. Era saña, lo mismo con Hilda. Fabricaron un personaje de una novela.