lunes, agosto 4, 2025

Crímenes musicales (1): la fan fatal y la versión tex-mex de un drama griego | Cultura

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Es una de las zonas misteriosas de la cultura popular: la naturaleza, el papel, el impacto de los fans (y me van a disculpar que no escriba “los fanes”, que suena a lunfardo). Territorio explorado por Stephen King en Misery, novela y luego película, donde un escritor queda a merced de una seguidora que busca imponer sus preferencias: pesadillas provocadas por una patología.

Específicamente, el territorio del fandom pop fue explorado por Fred y Judy Vermorel, en Starlust: The Secret Fantasies of Fans, que cubría desde las ilusiones generadas por David Bowie a los no menos calenturientos ensueños protagonizados por un entretenedor tan sedoso como Barry Manilow.

Se colaba, cierto, alguna personalidad psicópata, como la que fantaseaba con contagiar de hepatitis a Boy George para disfrutar de su sufrimiento. El libro se publicó en 1985, es decir, antes de que Internet facilitara un mayor grado de intimidad con las estrellas, que en el caso de Madonna se transformaba ocasionalmente en puro y simple (y delictivo) acoso.

Sin embargo, pocos sobrepasaban el ofuscamiento de Yolanda Saldívar, una chicana nacida en San Antonio (año 1960) que se graduó en enfermería y desarrolló una obsesión malsana por otra tejana, la cantante Selena (1971), que todavía no había empezado su operación crossover para atraer al público anglo. Como figura de una escena regional, Selena estaba accesible. Y Yolanda ofrecía sus servicios: montó un fan club y se ocupó de gestionar los establecimientos de Selena Etc, combinación de tiendas de moda y salones de belleza.

Selena se sentía explotada por su padre, Abraham Quintanilla, y no estaba segura de la dirección que sugería su marido, el rockero Chris Pérez. La devoción ilimitada de Yolanda ofrecía oportunidades menos comprometidas: no investigó su pasado, que incluía algún desfalco y un préstamo no restituido. Las estrellas, especialmente si son relativamente recientes, tienden a creer que la adoración garantiza la materialización de fans incondicionales y desinteresados.

Pero Yolanda iba por libre. A las alturas donde vivía Selena llegaron quejas de miembros de su club de fans que habían pagado una cantidad sin recibir lo prometido y señales de que había irregularidades en sus negocios textiles. Las discrepancias se acercaban a los 60.000 dólares y Yolanda aseguró que tenía documentos que lo justificaban todo.

Mientras Selena esperaba citarse con Yolanda, esta se reforzaba con otro tipo de argumentos: adquirió un revólver Taurus 83 y balas de punta hueca. Quedaron el 31 de marzo de 1995 en un hotel de Corpus Christi. De principio, Yolanda intentó dar pena: aseguró que el día anterior había sido golpeada y violada en México; acudieron a un hospital donde no detectaron rastros de tan traumática experiencia. Volvieron al hotel donde, mientras hablaban, Selena descubrió el arma e intentó escapar. Recibió un tiro por la espalda.

Cubierta de sangre, la cantante alcanzó la recepción para pedir ayuda. Cuando apareció el equipo de emergencia, ya nada pudieron hacer. En el hotel, el drama se prolongó durante nueve horas: la policía rodeó a Yolanda que, encerrada en su camioneta, no quería entregar su arma. Los oficiales, hispanos como ella, prefirieron detenerla viva. Lo que sabemos de los últimos momentos de Selena vienen de ella, una fuente escasamente fiable, que —con 30 años tras las rejas— insiste en repetir que el Taurus se disparó sin querer.

Desdichadamente, sus actos han sido sublimados en una variación tex-mex de un drama griego. Hasta la etnicidad de Selena se ha difuminado al ser encarnada en el cine por una puertorriqueña como Jennifer López. Uno agradece la delicadeza de Salma Hayek, que se negó (“demasiado pronto”) a protagonizar un biopic.



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