María se mueve implacable entre las viñas bajo el sol de la mañana de agosto, como si no existiera el mundo más allá del polvo y de las uvas. Tras 23 años trabajando en los campos de California, esta mujer de unos 45 nacida en Michoacán, en el oeste de México, pero criada al sur de la frontera con Estados Unidos es, ella sola, una línea de producción completa. Recoge dos cajas grandes de uvas verdes y las lleva a la pequeña estación donde las selecciona y las empaca. Son 60 personas que hacen lo mismo, cada una asignada a su hilera bajo el parral. Al final de la jornada, esas manos migrantes habrán producido incontables kilos. Así, día tras día, durante décadas han hecho de esta su propia tierra.
“Yo soy de aquí, de México”, dice María sin titubear y sin caer en la aparente contradicción. A pesar de que el español, con su variedad de acentos mexicanos, es la lengua franca del campo, la realidad es que este cultivo a las afueras de la ciudad de Bakersfield, en el sur del fértil y productivísimo Valle Central de California, es Estados Unidos. En época de Donald Trump, cuya misión declarada es deportar a todo extranjero indocumentado, esta región también representa la mayor paradoja de su política migratoria. Si llegase a cumplir su promesa y de un día para otro ya no estuviesen los millones de migrantes sin papeles que trabajan en el país, sectores como la construcción o los cuidados a mayores se verían muy afectados en todo el país, pero el agrícola, especialmente en California, acabaría súbitamente. Además, en los condados campesinos del Estado, donde quienes votan son principalmente los rancheros nativos, Trump ganó fácilmente las elecciones, pero ahora su agenda de migración está poniendo en peligro sus negocios, pues ningún otro sitio del país es tan dependiente de la mano de obra migrante.
No es cualquier lugar. De los condados agrícolas del Estado, salen un tercio de todas las verduras producidas en el país, y dos tercios de las frutas y de los frutos secos. Es un terreno del tamaño de Portugal, un 40% del territorio californiano, dedicado a la agricultura: una inmensidad trazada como una cuadrícula perfecta de sembradíos de almendros, tomates, duraznos e innumerables productos que requieren miles de manos para cultivarlos. Dada la naturaleza estacional del campo, en cada temporada solo alrededor de la mitad de los casi 900.000 trabajadores agrícolas está empleado. De todos ellos, se calcula que entre el 45% y el 70% son inmigrantes sin papeles, dependiendo del estudio. En medio de una cruzada migratoria que los ha ubicado en la mira del Gobierno federal, este motor vivo que hace de California el primer Estado agrícola del país, respira y trabaja cada día bajo amenaza.
Además de los reportes que señalan que el Gobierno tiene una cuota de 3.000 arrestos diarios, California es el tercer Estado donde más detenciones migratorias se han producido desde que Trump regresó a la Casa Blanca, solo detrás de Texas y Florida. Y probablemente ha sido el más mediático. A principios de julio, una redada masiva en un cultivo industrial de cannabis produjo un enfrentamiento con los agentes del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE, por sus siglas en inglés) que acabó con 200 detenidos y un muerto. Un mes antes de eso, una serie de redadas desataron protestas en Los Ángeles que acapararon la discusión nacional, generaron una confrontación directa entre el gobernador Gavin Newsom y el presidente Trump, y llevaron a la movilización federal de 4.000 miembros de la Guardia Nacional y 700 marines a la ciudad. En los últimos tres meses, solo en Los Ángeles se ha arrestado a 5.000 personas para ser deportadas, según anunció recientemente la secretaria de Seguridad Nacional, Kristi Noem.

El temor que se aplaca
La calma y la aparente normalidad en los campos californianos puede hacer olvidar que la sombra permanente del ICE se cierne sobre los agricultores sin papeles. Pero en el pecho de Sergio, un trabajador de 40 años originario de Veracruz que cruzó la frontera sin visa hace 20, es un nudo permanente. Mientras lanza sandías recién cultivadas a su compañero, que las recibe y empaca sobre un camión que avanza sin tregua, el mexicano hace las cuentas que le obligan a tragarse el miedo: “Puedo ganar 600 dólares a la semana. Pero la renta sale a 1.200, gasto 20 en gasolina cada día, 20 en el lonche [el almuerzo], y también están las cosas de los niños. Así no queda nada. Tengo que arriesgarme, aunque esté la policía”.
A María, su jornada de nueve horas entre las uvas verdes, la rutina y el tiempo le han ido dejando aprendizajes que aligeran el temor que suscita la posibilidad de acabar en un centro de detención para migrantes. “Aquí estoy tranquila”, asegura, con una sonrisa que se intuye tras el pañuelo que le cubre la cara y la protege de los químicos que han rociado sobre las viñas. “La migra no puede entrar a los campos cuando estamos trabajando”, explica sin parar de empacar ramos de frutas jugosas. Al ser propiedad privada, sin una orden judicial, los derechos del patrón también protegen al trabajador durante su jornada laboral.
Es en el camino de ida a los campos —que delatan la presencia de trabajadores por las hileras de carros aparcados al borde de la plantación— o de regreso a casa —en trayectos que pueden durar hasta dos horas— cuando los trabajadores migrantes son más vulnerables. Un poco antes de que se inaugurara la segunda presidencia de Trump, a modo de advertencia de lo que estaba por venir, la Patrulla Fronteriza realizó una operación de varias jornadas en el condado de Kern, la puerta sur del vasto territorio agrícola del Estado. Fue una redada sin precedentes en la que detuvieron a personas, incluso ciudadanos estadounidenses, mientras iban a trabajar o directamente en la calle por su apariencia o profesión. Decenas fueron deportadas en cuestión de horas. En los días y semanas siguientes, el pánico se extendió sin frenos y mucha gente se quedó en sus casas, dejando vacíos los campos y las escuelas, resguardados de los agentes que alardeaban de su propia crueldad en redes sociales.
Más pronto que tarde, sin embargo, la necesidad de trabajar se impuso. Además, una pequeña victoria judicial dio un respiro. La Unión Americana de Derechos Civiles (ACLU) y el sindicato United Farm Workers (UFW) ganaron en abril una demanda que terminó por prohibir a la Patrulla Fronteriza actuar tan lejos de la frontera. En julio, otra orden judicial prohibió el perfilamiento racial en las operaciones migratorias en el sur de California. Aun así, prácticamente todos los trabajadores conocen a alguien que ha sido detenido, usualmente cuando se presentan a sus citas migratorias rutinarias. Y las noticias de redadas recientes apuntan a que el ICE nunca acató la última orden, que además ya no está en vigor, después de que esta semana el Supremo aceptara la impugnación por parte del Gobierno.

Teresa Romero, la actual presidenta de UFW, que fue fundado en la década de los 60 por el icónico organizador laboral César Chávez, asegura que el clima actual solo reafirma su misión. “Continuamos organizando a los trabajadores, y vamos a continuar haciendo todo lo posible por protegerlos”, explica desde su oficina en la sede del sindicato, ubicada en el extremo sur de la sierra de California, el único hogar de las secuoyas gigantes y de las torres de granito de Yosemite.
Pero además de tener joyas naturales, del glamour de Hollywood o la innovación de Silicon Valley, California es tierra agrícola. Y el contexto actual ha agarrado a UFW en pleno crecimiento gracias a algunas medidas políticas que salieron en su rescate. Tras años en los que la organización tuvo cifras de membresía muy bajas, en 2022 el gobernador Newsom firmó una ley que facilitaba la votación para afiliarse, al permitir hacerlo a través de tarjetas secretas y no presencialmente bajo la atenta mirada del patrón.
El sindicato ha logrado un puñado de victorias en el último año. La prioridad de UFW es conseguir mejores condiciones para los trabajadores: una paga más justa, por horas y no condicionada a la velocidad de producción, seguro médico básico, un trato digno, herramientas básicas y, ahora también, un protocolo claro en caso de redadas.
Alejandro, un trabajador en una plantación de vegetales asiáticos en el sur de Bakersfield que formalizó su contrato sindical a finales del año pasado, recuerda cómo trabajó durante los ocho años anteriores. “Sacábamos 70 dólares en 12 horas. Entrábamos a las seis y a veces hasta las siete de la tarde salíamos. Si era un buen día llegábamos a 120, pero lo normal eran unos ocho dólares la hora”, cuenta. En California, el salario mínimo actual es de 16,50 por hora, algo más del doble de lo que este campesino ganaba de media.

Menos del 1% de los trabajadores del campo están afiliados a un sindicato, así que los abusos e irregularidades implementadas con amenazas constantes de despido, que son difíciles de denunciar por la barrera lingüística o por temor a exponerse ante las autoridades migratorias, son comunes, según cuentan ellos mismos. Esto, a pesar de que California es uno de los dos únicos Estados con protecciones laborales para campesinos, junto con Nueva York. Ahora, aunque la evidencia es anecdótica, hay temor de que las condiciones empeoren más si los patrones usan el peligro aumentado de la deportación para intimidar todavía más a los trabajadores.
El temor que se abraza
A Francisco, las amenazas y abusos constantes lo llevaron a su límite a principios de julio, cuando renunció al trabajo en las lecherías del centro de California en el que llevaba ocho años. “Eran unas 450 vacas para ordeñar uno solo en un turno de diez horas y media, sin break, sin lonche, sin agua para beber, sin un baño, y hay que limpiar todo el corral y las máquinas para el siguiente turno”, explica este hombre originario del Estado mexicano de Jalisco que curzó la frontera sin documentos hace dos décadas.
“Lo peor era el trato”, dice Francisco, que recuerda episodios concretos, como la vez que fue obligado a limpiar un tanque de químicos desde dentro, conteniendo la respiración y sacando la cabeza cada tanto para volver a tomar aire. O la ocasión en la que se electrocutó y estuvo inconsciente durante horas hasta que el compañero que le daba el relevo lo encontró en un charco de lodo. Dado que no tiene seguro médico, cuando despertó, no pudo siquiera ir al hospital. Ahora asegura que tiene “algo” en el pecho, pero “ni modo de checarlo”.
Con todo, Francisco asegura que ya no tiene miedo. El más cercano, el de cómo mantenerse, no le preocupa demasiado: sabe que conseguirá otro trabajo rápido. Y el temor a la deportación lo abraza como una posible fatalidad de la que se puede huir hasta que el día le toque. Hace dos meses, le tocó a su hermano, que ahora está de regreso en México por primera vez en 23 años.

Cuando historias de vidas enteras deshechas por una expulsión se vuelven cotidianas, lo único que se puede hacer es prepararse por si el momento llega. Casi siete meses después del comienzo del Gobierno actual, todos los trabajadores se saben las reglas, como que los agentes del ICE no pueden entrar a los sitios de trabajo. Algunos han dejado instrucciones claras sobre qué hacer con sus posesiones si llegan a ser deportados, y muchos cargan su tarjeta roja —un pequeño documento que enumera los derechos de los migrantes— si son detenidos. Esta educación cívica se ha dado en gran parte gracias a organizaciones sociales que en los últimos meses han dedicado muchos esfuerzos a empoderar a la comunidad.
La situación ha expuesto el cuadro entero de la agricultura en California. Se trata de una industria enorme y esencial, como demuestra que durante la pandemia los jornaleros fueron de los únicos que continuaron trabajando en el Estado, que se levanta sobre una base de migrantes, muchos sin papeles, con sueldos muy bajos y con condiciones que, en ocasiones, rozan la explotación. “Nunca he visto a un americano en los campos”, repiten los trabajadores de granja en granja.
Por ahora las redadas en los campos han sido limitadas, ya sea por las órdenes judiciales o porque los granjeros han pedido al Gobierno que no vaya a por sus trabajadores. No obstante, el impacto en las estadísticas laborales ya se ha empezado a sentir. De acuerdo con un estudio reciente de la Universidad de California en Merced, en los últimos meses el empleo en el sector privado en California ha bajado un 4,9%. Si bien de estos la mayoría son ciudadanos y hay otros factores económicos en juego, como los aranceles, la huella económica que está dejando el asedio a los migrantes —que se puede ver también en la reducción del gasto que hace esta comunidad en el comercio local— es comparable, según el informe de la universidad, con el impacto que tuvo la Gran Recesión o la covid 19.

El temor que se enquista
La situación es insostenible en sus tres aristas, todas en tensión. Por un lado, los granjeros que buscan condiciones favorables para sus negocios, beneficios fiscales, facilidades en el comercio y un gran fondo de empleados dispuestos a trabajar por salarios bajos y en condiciones duras.
Luego está el Gobierno federal, en deuda con esos granjeros que aportaron tanto a su victoria en las urnas —en votos y en donaciones—, pero que enarbola la cruzada de deportaciones como una de sus principales banderas ideológicas. Y, finalmente, los trabajadores y sus familias, que dan de comer a un país a cambio de la esperanza de vivir tranquilos y tal vez poder mandar a los hijos a la universidad.
Reconciliar los opuestos intereses económicos de los granjeros y los trabajadores, y también el compromiso antimigrante de la Administración de Trump, se está alzando como una de las mayores paradojas del trumpismo. Bryan Little, director senior de políticas públicas en el California Farm Bureau, el gremio que agrupa a los granjeros a nivel estatal, reconoce que hay preocupación. “Hemos sido muy claros en que [las redadas y las deportaciones masivas] podrían tener un efecto destructivo en la producción de alimentos. Y eso podría generar inflación, sin mencionar que destruiría las comunidades locales”.
La contradicción alcanza las declaraciones del propio presidente. En junio admitió que relajaría la actividad de las agencias migratorias en el sector agrícola para no afectar su funcionamiento, pero unos días después dijo que no y sugirió un programa en el que los granjeros podrían “apadrinar” a sus trabajadores migrantes para que no fueran deportados. La semana pasada, en una entrevista al medio The Daily Caller, el presidente fue aún más explícito. “Tengo dos grupos a los que les gusto en particular: personas que no quieren permitir que entren al país ilegalmente, y los granjeros. Y están un poco en conflicto, porque algunas de las personas que han entrado han trabajado en granjas, y han sido buenas y, en muchos casos, pagan impuestos y todo lo demás. Y alguna de mi mejor gente no quiere que nadie entre por ninguna razón. Entonces estamos trabajando en legislación ahora que, creo, va a hacer a todos felices”.
Pero los diferentes proyectos de ley presentados en el Congreso para buscar una solución duradera a este problema estructural demuestra que eso no es tan fácil. Por un lado está la Farm Workforce Modernization Act, una legislación bipartidista que representa precisamente un esfuerzo para reconciliar las diferencias entre los granjeros y los trabajadores, y propone una vía para la regularización de los campesinos migrantes. Pero esta norma lleva estancada desde hace años por el bloqueo del ala radical de los republicanos, que rechaza la protección laboral de los trabajadores del campo.

Por el otro, la propuesta conocida como Braceros 2.0, presentada hace dos meses por una congresista republicana de Texas, busca simplemente ampliar el sistema de visas temporales para jornaleros, el H2-A. Esto, sobre el papel, permitiría deportar a miles de trabajadores ilegales y reemplazarlos por otros de forma legal sin que genere un incremento en los sueldos de los campesinos imposible de asumir a raíz de un crecimiento enorme y repentino en la demanda por trabajadores. Pero la medida genera mucho escepticismo, pues no está claro que Estados Unidos pueda atraer millones de trabajadores temporales para las cruentas labores del campo.
Mientras avanzan o se estancan esos debates en los despachos de Sacramento o Washington, debajo de los almendros que crecen indistinguibles en todo el Valle Central de California, Lidia sonríe como si no existiera el mundo más allá. Esta oaxaqueña recoge tomates para uno de los mayores productores del país desde hace 23 años, 10 más de los que tenía cuando llegó, y explica que la clave está en llenar el balde de tomates hasta el borde, ni un poquito más. De ello dependen unos dólares extra al final de mes.
Créditos
Fotografía: Gabriel Osorio y Nicholas Dale
Diseño y layout: Mónica Juárez y Ángel Hernández