El artista mexicano Héctor Zamora (Ciudad de México, 1974) tuvo un sueño inspirador el pasado otoño. Se hospeda en la casa de campo del arquitecto y escultor Ricardo Regazzoni, localizada en Tepoztlán, cuando una noche de octubre soñó que intervenía el edificio de peculiar arquitectura, construido en un terreno irregular, amplio y lleno de árboles frutales y jacarandas. Zamora soñó que una enorme tela blanca cruzaba las puertas y ventanas de la vivienda, una pequeña construcción en la que la locura de la geometría desdibuja las fronteras del inmueble y las sensuales líneas de sus muros de concreto aportan paz, solidez y seguridad. Aquella epifanía sacudió a Zamora, que se vio llamado a meterse de otra manera en aquella casa, apoderarse de ella con su arte. Tras meses de planificación y trabajo, el sábado, cuando el sol estallaba con sus colores dorados en un atardecer tan bello que estremecía los sentidos, Zamora montó un enloquecido performance, un diálogo entre la geometría y el veloz paso del tiempo con un grupo de 25 voluntarios que pusieron en movimiento una tela de 200 metros que ondeaba entre las puertas y ventanas de la obra de Regazzoni. El artista celebraba así la vida y la alegría de la primavera con Rehilete, su más reciente trabajo.

Es la primera vez que Zamora presenta un performance donde la base es la tela. Para ello preparó una manta ligera pintada con colores que recrean el paso del día, desde el negro azulado de la noche, el naranja de los atardeceres hasta el amarillo intenso del sol del mediodía. La idea era que los voluntarios, todos vestidos de negro, tejieran la pieza moviendo la tela entre las aperturas de la vivienda. Zamora comenzó los preparativos de su montaje desde la madrugada del sábado, cuando todos los involucrados hicieron varios ensayos para que la obra quedará perfecta al caer la tarde. Era la primera vez desde los años noventa que se abrían las puertas plegables de la zona que ocupa la cocina del inmueble, alejada del salón y la recámara principal. Fue construida sobre la cisterna del terreno, para garantizar que no falte nunca agua en la cocina. Es una hermosa arquitectura que recuerda a una estrella o a un cuerpo celeste del universo, un pabellón coronado con una suerte de atalaya, desde donde se puede contemplar el suave paisaje de Tepoztlán, ese pequeño poblado al sur de Ciudad de México, una zona de montañas rocosas y extensos bosques que es refugio de los capitalinos que tienen la suerte de poder construir allí y alejarse del caos de la enorme ciudad.
Zamora invitó a un grupo de amigos, artistas y periodistas a ser testigos de su nuevo trabajo. Un tequila de excelente calidad circuló en forma de frescos cócteles que apaciguaban el calor de la primavera. Antes de la presentación inicial, los espectadores pudieron apreciar otras obras del artista instaladas en el amplio terreno de esta propiedad de Tepoztlán. Aquí estaba NSEONENOSESO, que consiste en conos de viento ubicados en cada uno de los puntos cardinales, una pieza con la que fue galardonado hace unos años como el mejor artista emergente en la prestigiosa feria de arte Zona MACO, de Ciudad de México. “Reflexiona sobre la mentira, sobre cómo podemos modificar la historia a nuestro antojo o lo que vemos en la política, que es manipulable”, explica el autor. Otra de las obras es una serie de banderines blancos, un fragmento de una pieza que instaló en una playa de Nueva Zelanda, compuesta de 500 de esos banderines que simbolizaban la lucha de los maoríes por su territorio. “La bandera blanca era utilizada por los colonizadores británicos para demarcar el espacio que iban quitándole a los maoríes. Utilizarla es una provocación potente”, explica Zamora. También estaba aquí Mobulas (2023), siete estructuras hechas con baldosas de cerámica creadas para intervenir el espacio urbano. El artista venía de presentar el pasado septiembre Emergencia, una frenética performance en la que 600 jarrones acabaron hechos trizas en la galería madrileña Albarrán Bourdais.

Cuando las temperaturas calurosas cedían y el sol de la tarde empezaba a dar sus sensuales colores naranjas, inició el performance en Tepoztlán. Los voluntarios vestidos de negro tejieron entonces la enorme tela de colores entre las ventanas de la casa, en un movimiento que hacía circularla de manera constante en todo el pabellón. La tela se entretejía con la arquitectura en un contraste cromático que resaltaba la suavidad y fluidez contra la solidez de la estructura. “Este gesto poético busca acariciar en un movimiento etéreo la arquitectura, creando una atmósfera contemplativa y ascética”, han explicado los organizadores. Zamora participó en un momento del acto, tocando un enorme tambor mientras el sol brillaba con colores intensos en lo que sería el inicio del estertor del día. “¡Se acaba la noche!”, gritaban los integrantes del performance, mientras tiraban de la parte oscura de la tela, porque cada color marcaba el paso del día. Los movimientos potentes que hacían penetrar la tela con sensualidad en la estructura, el ronco sonido del tambor y las luces de la tarde produjeron una experiencia intensa, mágica y vibrante. “Ha sido un trabajo arduo”, dice Arantxa Hernández, una de las voluntarias, mientras sorbe una copa de tequila al terminar la presentación. Ella era una de las tejedoras, es decir que su función era guiar la tela para dárselas a las diferentes personas para que siguiera el ciclo del movimiento. “Practicamos varias veces desde la madrugada y cada vez salía mejor. Héctor quería que estuviéramos relajados, nos enseñaba a coordinarnos y medir nuestra temporalidad, porque a veces el movimiento puede ir muy rápido, a veces más lento. Era una forma de estar en contacto en equipo”, explica Hernández, una joven estudiante de artes visuales.

Zamora lo ideó todo como un ritual, que es siempre importante en su trabajo. “Esa forma de trabajo se fue integrando dentro de mis acciones, en las que involucro a un grupo de personas que colaboran conmigo para hacer las obras, que se vuelven un proceso muy humano, que genera una energía muy grande y en ese sentido se genera una dimensión espiritual dentro del mismo trabajo”, explica el artista. “Me interesa mucho generar con esta acción la energía de todos trabajando juntos al mismo tiempo con un fin específico, lo que crea una serie de reacciones que nos llevan a reflexionar sobre los rituales que tenemos como humanos y que se pueden ver muy claramente en casi todas las culturas del mundo”, agrega. El artista hacía con este ritual en Tepoztlán un aplauso a la vida. “Esta pieza se vuelve una celebración de la primavera, de la alegría y del disfrute”, aseguraba satisfecho con una copa de tequila en la mano.
