La primera impresión es el olor. Dulce, denso, antiguo. En una nave blanca e impoluta de Jijona, al norte de Alicante, se cuece algo que huele a hogar incluso antes de cruzar la puerta. En la fábrica de la familia Sirvent se elaboran los turrones de dos de las marcas más conocidas de España: 1880 y El Lobo. Los Sirvent celebran este año su tercer siglo de historia, ya que llevan fabricando estos dulces desde 1725, aunque la receta que hoy utilizan para 1880 figura por escrito desde ese año. Al entrar en la nave el tiempo parece espesar, como la miel que se calienta a fuego lento en las calderas de acero, los boixets. Estos instrumentos calientan la mezcla a una temperatura de entre 83 y 90 grados mediante un tubo de vapor que rodea la caldera y también llevan la firma de Sirvent, ya que patentaron su última y más avanzada versión. Beatriz Sirvent (Jijona, 32 años), parte de la undécima generación, explica que este diseño del boixet ayuda a repartir el calor de forma homogénea entre toda la mezcla, que se remueve a esa temperatura durante al menos dos horas y media.

“Somos turroneros todo el año, aunque la gente piense que solo trabajamos en noviembre y diciembre. De hecho, casi toda la producción se realiza entre junio y octubre, bastante antes de Navidad”, dice Beatriz con una sonrisa. Elaboran aproximadamente 2.500 toneladas de turrón al año utilizando para ello 900 toneladas de almendra. Es un ingrediente casi sagrado. Utilizan las de variedad marcona —característica por su textura mantecosa y su especial dulzor— de origen 100% nacional en el caso de 1880. Se tuestan en unos tambores que giran sobre su eje con un punto fijo de calor, de tal manera que todos los frutos queden tostados de forma homogénea antes de ser molidos para la mezcla del turrón de Jijona o ser mezclados con el almíbar para el turrón de Alicante. La miel procede de colmenas seleccionadas de la cuenca mediterránea. “No hay recetas secretas. Lo que hay es mucho oficio. Lo que diferencia a nuestras dos marcas es la proporción de almendra y miel que utilizamos. Los de 1880 llevan más almendra”, explica el maestro turronero Fernando Mira, Caliu, siempre presente durante el proceso de producción, mientras vierte con precisión milimétrica la mezcla en un molde rectangular.

Jijona, al pie de la sierra de la Carrasqueta, guarda el alma del turrón como pocas otras cosas. El historiador Fernando Galiana Carbonell sostiene en su libro Anales y documentos históricos sobre el turrón de Jijona que el turrón se conocía aquí ya antes del siglo XIV. En sus calles confluyen obradores artesanales, grandes naves industriales —de empresas como la propia 1880 y otras archiconocidas como Antiu Xixona— y heladerías en las que el producto estrella siempre es el helado de turrón. En sus empinados callejones, grafitis de turroneros pelando almendras decoran las paredes de un pueblo en el que el cartel “Turrones hechos a mano” gana por goleada al ya clásico “Bebidas frías y souvenirs” de otras localidades.

La denominación de origen protegida Jijona y Turrón de Alicante vela para que solo quienes producen en el municipio respetando los procesos tradicionales —apenas 25 productores— puedan etiquetar sus dulces con ese sello. Y, entre ellos, los Sirvent no solo son la familia más antigua de turroneros jijonencos, sino probablemente la más reconocible.

Pese a llevar años construyendo un imperio del turrón, los desafíos son diarios. Competir con multinacionales que operan con márgenes muy distintos exige una estrategia precisa y una narrativa poderosa. Por eso, la casa no solo vende dulces, sino también historias: la del abuelo que cruzaba el país con una caja de turrón bajo el brazo, la de la tienda de ultramarinos en la que cada diciembre se repetía el mismo ritual de apertura de la caja negra o la del primer anuncio en blanco y negro que hablaba de su “calidad suprema”. Ese capital emocional es parte esencial del negocio. En esta fábrica, el pasado no es un ancla, sino un motor. Y en cada tableta que sale de sus moldes hay algo más que almendra y miel: hay una forma distinta de mirar el mundo que todavía cree en lo artesanal y en lo auténtico.

En el museo que preside la entrada de la fábrica, una vitrina muestra etiquetas originales del siglo XIX, recortes de prensa, anuncios radiofónicos y de televisión y envoltorios que forman parte de la iconografía navideña española. En una de las paredes, la frase que lo cambió todo: “El turrón más caro del mundo”, un eslogan más que atrevido que en plena posguerra —cuando los bolsillos no estaban para demasiados lujos— se convirtió en todo un icono navideño. Se utilizó por primera vez en 1939.

El reto, ahora, es doble: mantener la esencia mientras se amplía el mercado. En un pasillo contiguo al área de producción, donde se encuentran los despachos, un equipo de I+D desarrolla nuevas fórmulas. Aquí se prueba desde turrón sin azúcar hasta tabletas pensadas para consumidores con alergias o intolerancias e incluso turrón y polvorones para perros, las últimas audacias que saldrán al mercado el próximo invierno. También lanzan ediciones limitadas que cada año ponen a prueba la imaginación de los maestros turroneros: de roscón de Reyes, de dónuts, con sabor a Puerto de Indias…

Beatriz Sirvent observa el árbol genealógico con fotografías de todas las generaciones de su familia que han pasado por la empresa, en la que ella figura junto a sus dos primos, en la parte más alta, e ironiza: “Dos mujeres ahí arriba… ¡Ya era hora!”. Mientras pasa al lado de un rolls-royce, el primero con el que comenzaron a repartir el turrón en ferias y mercados artesanos y que hoy conservan en su Museo del Turrón, cuenta que el vehículo sigue funcionando: “Va perfectamente. Lo tenemos expuesto porque es parte de nuestra historia, pero lo sacamos de vez en cuando a pasear por el mercado del turrón que se organiza cada año en el pueblo”.

El turrón tiene algo de ritual. Se parte con las manos, se comparte en familia, se guarda para los días señalados y crea recuerdos. Esa capacidad para invocar el pasado, para asociarse con recuerdos íntimos, es lo que explica la persistencia de un producto que se ha mantenido fiel a sí mismo sin dejar de transformarse. Quizá por eso, cuando llega el invierno y los anuncios navideños inundan la televisión, hay algo reconfortante en escuchar el jingle de El Lobo o ver la icónica caja negra de 1880. Es la constatación de que, por muy incierto que parezca el presente, algunas cosas permanecen.