El reloj marca poco más de las nueve de la mañana. Los termómetros superan los 30 grados. En el frondoso bulevar se cruzan bicicletas, autobuses y coches. Una madre y su hija se inclinan en reverencia ante la entrada de un santuario; funcionarios trajeados caminan con prisa; escolares uniformados escuchan las explicaciones de sus profesores; turistas avanzan tras el banderín de su guía en dirección al río. Es una mañana de agosto en Hiroshima, 80 años después de que el Enola Gay, un B-29 estadounidense, lanzara contra la población de esta ciudad japonesa el arma más destructiva jamás empleada en una guerra: la bomba atómica.
“Fueron tantos los que murieron sin poder contar su historia… Por eso hablamos nosotros, para que no se olvide”, manifiesta Satoshi Tanaka, superviviente de la catástrofe ocurrida en agosto de 1945 y miembro de Nihon Hidankyo, la institución galardonada con el Premio Nobel de la Paz en 2024, “por demostrar mediante los testimonios de supervivientes que las armas nucleares no deben volver a utilizarse nunca”, según el Comité del Nobel.
Hiroshima ha sido reconstruida piedra a piedra, pero las cicatrices aún visibles de aquel ataque recuerdan a gritos que el mundo no puede permitirse repetir el infierno que aquí se vivió y que tres días después también experimentaría Nagasaki. No obstante, en un contexto marcado por la creciente desconfianza entre potencias, aquella lección parece que comienza a olvidarse.
Ocho décadas después del final de la II Guerra Mundial y la posterior construcción de un nuevo orden global basado en reglas, los consensos internacionales sobre la no proliferación se debilitan. Es más, los nueve Estados nucleares (Estados Unidos, Rusia, el Reino Unido, Francia, China, la India, Pakistán, Corea del Norte e Israel) tienen planes ambiciosos de renovar su arsenal y sistemas de lanzamiento, según el informe de 2025 del Instituto Internacional de Investigaciones para la Paz de Estocolmo (SIPRI, por sus siglas en inglés).
El lenguaje disuasorio ha vuelto al primer plano del discurso geopolítico y, con él, la posibilidad de que las armas nucleares vuelvan a perfilarse como una opción real en escenarios de conflicto.

Tanaka tenía un año y cuatro meses cuando en la mañana del 6 de agosto de 1945 un destello blanco cortó el cielo de Hiroshima. Little Boy, una bomba de tres metros de largo, cuatro toneladas de peso y cargada con unos 50 kilos de uranio enriquecido, acababa de estallar a 580 metros sobre el centro de la ciudad. Eran las 8.15 de un lunes, y la urbe se encontraba ya en plena efervescencia.
4.000 grados y 140.000 muertos
En cuestión de segundos, una explosión liberó una cantidad de energía nunca vista sobre un lugar habitado. Bajo una gigantesca nube en forma de hongo, el aire se transformó en fuego; se calcula que, en el epicentro del impacto, el calor alcanzó los 4.000 grados centígrados a nivel del suelo. 70.000 personas perecieron en el acto. 70.000 más lo harían antes de que terminase el año, a causa de sus heridas o de la exposición a la radiación.
La onda expansiva arrasó el corazón del casco urbano y dejó tras de sí un paisaje de escombros, cenizas, y súplicas desesperadas de auxilio. De una metrópoli activa de 300.000 habitantes, Hiroshima pasó a ser un páramo de devastación y horror en cuestión de minutos. Miles de heridos pedían ayuda, con el cuerpo cubierto de quemaduras, la piel desprendida y la ropa reducida a harapos. Algunos caminaban en silencio, otros yacían mientras el fuego se extendía por los restos de la ciudad. De 90.000 edificios, 60.000 quedaron destruidos y 6.000 más sufrieron daños irreparables.
Tres días después, el 9 de agosto a las 11.02, otro bombardero estadounidense, el Bockscar, lanzó otra bomba atómica (esta vez de plutonio y mucho más potente) sobre un barrio periférico de Nagasaki. Fat Man mató a 40.000 personas ese mismo día y a otras 30.000 hasta finales de 1945. Japón claudicó una semana más tarde, el 15 de agosto, y firmó la rendición oficial el 2 de septiembre, lo que supuso el fin de la guerra.
Los testimonios
Tanaka, hoy un anciano de 81 años, perdió a casi toda su familia a raíz del bombardeo. Conserva los diarios de su madre, en los que detalló cómo era la Hiroshima de la posguerra. “La barbarie es un hecho. Por eso intento pasar mi testigo a las generaciones jóvenes, para asegurarme de que conocen lo que sucedió”, declara a EL PAÍS, minutos antes de comenzar una charla para estudiantes de secundaria.
Los testimonios de quienes vivieron las tragedias de Hiroshima y Nagasaki en primera persona —los denominados hibakusha— son estremecedores. Y cada vez son menos. El inexorable paso del tiempo hace que vayan desapareciendo las voces capaces de recodar el horror. Según cifras oficiales, en marzo de 2025 había 99.130 hibakusha en todo Japón, con una edad media de 86,13 años.
En el Museo Conmemorativo de la Paz de Hiroshima, las fotografías de los días posteriores a la catástrofe, las pertenencias de las víctimas, los restos de la ciudad y los distintos objetos relacionados con la bomba atómica que se exhiben ponen de relieve la magnitud del desastre y confrontan al visitante con la brutal realidad del uso de armas nucleares.
“Recuerdo una infancia entre ruinas y caos”, rememora Sumiko Fujii, de 74 años. Su madre y su tía eran hibakusha, que envejecieron sin conocer el paradero de una tercera hermana. Fujii afirma tener conciencia de que algo grave había pasado a su familia desde que tenía tres años, aunque su progenitora evitaba hablar de la bomba. “Mi madre salió ilesa, pero mi tía tenía el brazo lleno de cicatrices queloides”, comparte.

Muchos hibakusha desarrollaron leucemias, distintos tipos de cáncer y otras enfermedades que evidenciaban el daño invisible de la bomba. A estas secuelas físicas se sumaron el estigma social, la discriminación laboral y el miedo persistente a que los hijos nacieran con malformaciones genéticas.
Creciente nacionalismo
Fujii es una mujer menuda y de mirada dulce y curiosa. Cuenta que creció atrapada en la contradicción: “Japón fue víctima de la bomba atómica, pero antes de eso fue depredadora”. Por eso, decidió dedicar su vida al activismo antibélico y antinuclear. En 1992, fundó la asociación Article 9 Society Hiroshima, que defiende y promueve el espíritu pacifista consagrado en ese artículo de la Constitución nipona. A Fujii le preocupa la creciente inclinación hacia posturas nacionalistas de los jóvenes japoneses —como demostraron los resultados de las últimas elecciones, en el que un partido ultraderechista sorprendió por sus buenos resultados— y que “cada vez más gente esté a favor del rearme”.
Aun así, el clima que se respira en Hiroshima estos días de conmemoración es el de la conciliación. En torno al Parque de la Paz, epicentro de la memoria colectiva, se multiplican los mensajes de rechazo a la guerra. Miles de orizuru, grullas de papel de colorines, cuelgan en vitrinas o de los árboles; decenas de estudiantes dejan mensajes escritos a mano; voluntarios transmiten el valor simbólico de la ciudad a las futuras generaciones.
Se han organizado conciertos, recitales, marchas y concentraciones. Una de ellas, durante el fin de semana, pidiendo el fin del genocidio en Palestina. “Es terrorífico. No hemos aprendido nada en 80 años”, se lamenta Masako Kido, hibakusha. Ella tenía dos años cuando cayó la bomba atómica, pero su familia vivía lo suficientemente lejos de la zona cero como para que todos sobrevivieran. Antigua profesora de música, se dedicó a estudiar idiomas en su juventud y a viajar por el mundo tras la jubilación. Ahora dice tener miedo del porvenir: “Es muy peligroso lo que está pasando. Veo un futuro muy negro, por políticos como [Benjamín] Netanyahu, [Donald] Trump o [Vladímir] Putin”.

Es una opinión que comparte el superviviente Tanaka: “El riesgo está en que muchos líderes tienen ahora mismo la opción de pulsar el botón [nuclear]”. “Hablar de disuasión es un disparate, una mentira”, enfatiza. “Los países nucleares no descartan utilizar este tipo de armas en caso de guerra. Es un comportamiento dictatorial e intimidatorio”, apostilla. Reconoce su temor a que los recuerdos de Hiroshima y Nagasaki se diluyan con los hibakusha.
Más optimista se muestra Tetsuo “Pancho” Hamano, nieto, hijo y sobrino de hibakusha, de 55 años. “Quien visita Hiroshima entiende con claridad lo que está en juego si se cruza esa línea”, sostiene. Licenciado en Derecho y tras décadas dedicado al mundo de la empresa en urbes más grandes, como Tokio y Osaka, Pancho decidió regresar a su Hiroshima natal hace un par de años. “Mi padre y mi abuelo eran unos apasionados de la educación para la paz, y me repetían sus vivencias una y otra vez”, describe Pancho. En la pandemia, dio un giro a su vida y ahora trabaja como guía, el “destino” para el que le preparó su padre, bromea.
Pancho, como tantas otras voces en Hiroshima, pide al mundo que el error que se cometió en 1945 no se repita. Insiste en que la historia “no se puede cambiar” pero tampoco “se puede obviar”, y que, por eso, en tiempos turbulentos como los que corren, es acuciante “comprender el pasado para avanzar hacia el futuro en la dirección correcta”.