martes, abril 15, 2025

Que la Justicia no sea un negocio | Negocios

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Julia Roberts ganó un Oscar por su papel protagonista en Erin Brockovich, donde dio vida a una asistente legal enfrentada a una poderosa compañía energética. La película simboliza la lucha de los ciudadanos contra los abusos del poder empresarial a través de las acciones colectivas, un tipo de demanda que permite, a quienes sufren un daño similar, hacer un frente común. Lejos del ideal cinematográfico, estas acciones colectivas, aunque valiosas, deben enfocarse adecuadamente para evitar costes económicos innecesarios.

En Estados Unidos, donde este tipo de litigios está profundamente arraigado, los gastos legales de las principales compañías del país se han duplicado en menos de una década. En total, se estima que el coste de las acciones colectivas equivale al 1,6% del PIB estadounidense. Al otro lado del Atlántico, el Reino Unido, el país europeo con el mayor número de este tipo de demandas, también sufre el impacto de estos procesos. La filial británica del Banco Santander en el país, por ejemplo, tiene reservados casi 350 millones de euros para hacer frente a posibles indemnizaciones. Una carga que no solo ha lastrado sus beneficios, sino que ha activado los rumores sobre una posible salida de la entidad del mercado británico.

Además de su impacto directo sobre la inversión, las acciones colectivas pueden poner en riesgo el gasto en innovación. Generalmente, estos litigios afectan con mayor intensidad a las empresas más innovadoras, que operan en entornos con mayor incertidumbre regulatoria. Un estudio realizado en Estados Unidos reveló que el valor bursátil de este tipo de compañías puede caer hasta un 3% en los tres días posteriores a la presentación de una demanda colectiva. Estas pérdidas no suelen recuperarse, incluso si el caso se desestima.

Frente al modelo anglosajón, la UE ha optado por un enfoque basado en normas precisas y una relación estrecha entre empresas y reguladores. En este sistema, las empresas deben obtener autorizaciones previas antes de lanzar nuevos productos. De esta forma, si algo sale mal, el regulador interviene y facilita una compensación a los consumidores.

En España, el Gobierno ha presentado el Proyecto de ley de acciones colectivas, con el objetivo de modernizar el marco legal de este tipo de litigios. A priori, las acciones colectivas son una vía eficaz para abordar daños generalizados y garantizar el acceso a la Justicia a quienes, de forma individual, no podrían reclamar. El peligro está en que, si la nueva norma facilita en exceso este tipo de demandas, la consecuencia puede ser que la competitividad del país se vea dañada.

La factura económica de estos procesos en España puede ser considerable. Un reciente estudio publicado por el Centro Europeo de Política Económica Internacional (ECIPE por sus siglas en inglés) estima que, si las acciones colectivas generan un impacto equivalente al 30% del observado en Estados Unidos, las empresas españolas asumirían costes de hasta 7.280 millones de euros, una cifra similar al 11% del gasto anual en educación de todas las administraciones públicas. Además, las compañías más innovadoras sufrirían pérdidas bursátiles de hasta 2.030 millones, lo que equivale a una quinta parte del gasto anual en I+D del sector privado en España.

Quienes defienden las acciones colectivas cuentan con dos argumentos a su favor: que disuaden a las empresas de incumplir la normativa sin aumentar la carga regulatoria y que permiten compensar a los consumidores por el daño sufrido.

En el primer punto es importante matizar que este tipo de demandas no sustituye la regulación existente, sino que se suma a ella, añadiendo capas de complejidad y costes adicionales. El resultado es un sistema híbrido, que incluye costes regulatorios elevados y una mayor incertidumbre jurídica, derivada de la posible activación de las acciones colectivas.

Respecto del segundo punto, el problema es que, con frecuencia, una parte significativa de la compensación concedida termina en manos de abogados y otros intermediarios. De hecho, un elemento clave en la evolución internacional de este tipo de acciones ha sido la irrupción de entidades que financian estos litigios a cambio de quedarse una parte de la compensación. En teoría su participación facilita el acceso a la justicia a quienes no pueden pagar un abogado. En la práctica, estas entidades entienden las acciones colectivas como una oportunidad de inversión. Su interés, por tanto, radica en el beneficio y no en el mérito del caso. En Alemania, por ejemplo, las plataformas que agrupan estas demandas pueden llegar a quedarse con el 40% del total destinado a los afectados. En Estados Unidos, poco más del 10% de quienes podrían beneficiarse de una demanda colectiva llegan realmente a recibir la compensación económica que les corresponde.

Trasladar el cumplimiento regulatorio al terreno judicial puede tener consecuencias que van más allá del ámbito legal. Para muchas compañías, acatar la normativa puede pasar a ser una estrategia de gestión del riesgo. Existe la amenaza, por tanto, de que la justicia se transforma en un producto financiero, donde las demandas se valoran no por su legitimidad, sino por su rentabilidad económica. En este camino, las empresas, en lugar de esforzarse por cumplir con los estándares legales y éticos establecidos, optan por minimizar el riesgo de ser demandadas o contratar seguros que cubran los costes si llegan a juicio. Cumplir deja de ser una obligación, o una cuestión de hacer lo correcto, y queda incluido como una partida más en el balance contable.

Por ello, el Parlamento español debe aprobar una regulación que valore el potencial de las acciones colectivas sin ignorar sus riesgos. Se trata de construir un sistema que evite los excesos observados en países anglosajones, donde este tipo de litigios se han convertido en una industria costosa y, en ocasiones, abusiva. España debe incorporar filtros eficaces para evitar demandas frívolas y establecer limitaciones a la financiación de terceros que eviten negociar con la Justicia. La cuestión no es si permitir las acciones colectivas, sino cómo regularlas con inteligencia.



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