
El 21 de noviembre pasado se cumplieron 25 años del asesinato de Ernest Lluch por ETA. Con ese motivo, se organizaron diversos actos de recuerdo en Barcelona y otros lugares. Tuve la oportunidad de participar en alguno de ellos hablando de su legado moral y su vigencia para el momento actual. Pienso que puede tener interés reproducir aquí alguna de esas reflexiones.
A diferencia de otros asesinatos indiscriminados de ETA, cuyo objetivo era “socializar el dolor” de sus acciones terroristas, el de Lluch fue un asesinato con una motivación clara: deshacerse de un intelectual que tenía el coraje moral de denunciar públicamente a ETA. Aún resuenan hoy sus palabras de denuncia en el acto de apoyo al alcalde de San Sebastián Edón Elorza en las primeras elecciones democráticas, cuando los gritos de los partidarios de ETA pretendían acallarle: “Gritad más, porque gritáis poco; porque mientras gritáis no matáis”.
No es que tuviese madera de héroe, ejercía lo que consideraba su obligación moral como intelectual público comprometido con la defensa de la joven democracia liberal y una sociedad de tipo pluralista. Lluch no se convirtió en un referente moral para la sociedad española por el hecho de ser asesinado, sino que fue asesinado por serlo. Su asesinato conmocionó a la sociedad española que salió masivamente a la calle.
El legado de Lluch es amplio. En el ámbito académico, inspiró una escuela de historia del pensamiento económico en España que tenía sus fuentes en nuestro común maestro en la Universidad de Barcelona, el profesor Fabián Estapé. Mientras Estapé recuperó del olvido interesado la figura de Idelfonso Cerdá y su papel decisivo en el diseño del “ensanche” de Barcelona y en la construcción de la teoría moderna del urbanismo, Lluch sacó a la luz a los economistas ilustrados catalanes de finales del XVIII que habían tenido una importancia decisiva en la configuración de la Cataluña moderna a través de la defensa de la industrialización y del liberalismo, pero que habían sido relegados por la visión medievalista catalana. En el ámbito político, como diputado del Partit Socialista de Catalunya (PSC) por la provincia de Girona en las primeras elecciones democráticas, participó activamente en la negociación de los Pactos de la Moncloa de noviembre de 1977, esenciales para sanear y reformar la economía inflacionaria heredada del franquismo y condición previa para la aprobación de la Constitución al año siguiente. Como ministro de Sanidad del primer gobierno de Felipe González, logró la aprobación de la Ley General de Sanidad de 1985, que universalizó el acceso a la salud.
Pero, a mi juicio, el principal legado de Lluch es de tipo moral, como intelectual público. La asunción de esta responsabilidad moral fue una decisión consciente. Una anécdota me ayudará a documentarla. El día en que se produjo su relevo como rector de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo de Santander —del que fui uno de sus vicerrectores— me preguntó si iba a comer con el nuevo rector. Le dije que no, que pensaba comer con él. Fuimos al restaurante Edelweiss, detrás del Congreso. Sentados en una de las hornacinas que miran a la calle, mientras esperábamos que nos sirvieran, me dijo: “Quiero contarte una cosa, pero te ruego que no me digas que me equivoco”. Y prosiguió: “Hoy cierro una etapa de mi vida. Me siento contento de mi dedicación a la política. Seguiré militando en el PSC, pero no asumiré responsabilidades políticas de ningún tipo. A partir de ahora quiero sentirme libre para decir cosas que por disciplina política hasta ahora he callado”.
Con el paso de los años, y especialmente a partir del momento de su asesinato, he recordado esas palabras como el momento en que Lluch decidió asumir el papel de intelectual público y referente moral. Lo reflejó en un manuscrito breve y lúcido escrito para la Fundación Rafael Campalans, vinculada al PSC. El manuscrito, escrito de forma premonitoria unos meses antes de su asesinato, fue su respuesta a la pregunta de qué era para él el socialismo. Su respuesta combina los principios de la Revolución francesa, la Ilustración, los valores del cristianismo primitivo y la influencia del socialismo liberal: “El socialismo es llevar la máxima libertad, la máxima igualdad y la máxima fraternidad a las personas que viven en sociedad”. Su dimensión moral aparece cuando aborda la forma de alcanzar esos objetivos: “Para lograrlo no es suficiente con políticas públicas, sino que es necesario que la moral y la ética de las personas cambien paralelamente”. Tras defender la responsabilidad individual en la mejora de las condiciones de vida y la dignidad de todas las personas, acaba con una defensa de la libertad: “Hemos de hacer todo esto extendiendo la mirada a nuestro alrededor, pero mirando a todo el planeta que queremos conservar y donde la inmensa mayoría viva en condiciones y en una libertad que es un fin en sí misma”.
Lluch rechazó siempre cualquier tipo de determinismo. Consideraba que el ámbito en que el ser humano ejerce su libertad está limitado por la historia, la genética, la psicología y por diversas fuerzas económicas y geopolíticas. Pero, a la vez, reconocía que existe además un lenguaje moral universal que es también un rasgo de la naturaleza humana. Somos los únicos seres con capacidad de elección moral. No somos simples marionetas al albur de fuerzas externas, sino personas con libre albedrío y autonomía para tomar decisiones. Pensaba que el determinismo y el escepticismo son excusas para evitar comprometerse con la defensa de la libertad y de una sociedad pluralista. Este es, a mi juicio, el legado moral más importante de Ernest Lluch, plenamente válido para los tiempos totalitarios de la actualidad.
Conocía las potenciales consecuencias de su defensa de una sociedad liberal de tipo pluralista. Poco antes de su asesinato, después de un acto académico en la Universidad de Zaragoza, fuimos a comer con los organizadores. Viendo el lugar en el que se sentó, mirando hacia la puerta del restaurante, le dijimos que le correspondía presidir la mesa. Nos dijo: “No, quiero sentarme aquí porque sé que en algún momento vendrán a por mí, y quiero verles la cara”. No adoptaba una actitud de héroe, sencillamente era consciente de los riesgos personales que afrontaba como consecuencia de su compromiso moral como intelectual público. Un mal presagio que se cumplió. Nos queda su legado moral.