Los Yold (mayores jóvenes, talento sénior, o los que tienen 60 años hoy que son los antiguos 40) han venido para quedarse. La nueva longevidad modificará la forma en que concebimos el empleo. Con una esperanza de vida extendida, trabajar más años es ya una necesidad humana, social y económica, que va a requerir abandonar unas cuantas políticas de gestión y otros tantos prejuicios.
Cuando al levantarse uno se duele de medio cuerpo, las etiquetas nutricionales se tornan difíciles de leer, los pasamanos se empiezan a usar, o abrir un frasco se convierte en un obstáculo, los nuevos mayores se culpan a sí mismos por los achaques.
En 1968, durante una entrevista en el The Washington Post a Robert N. Butler, fundador del National Institute on Aging, haciendo alusión a la discriminación por edad, comentó: “Es una indignación. Es como el racismo. Es edadismo”. La expresión, que pronto ocuparía la primera página del periódico, no tardó en propagarse, anclándose tanto en el discurso académico como en el imaginario colectivo. Desde entonces, el edadismo ha arraigado como una forma de violencia simbólica, operando de manera insidiosa y sistemática. La dimensión de los nuevos mayores está obligando a los Estados y al sector privado a revisar sus paradigmas, no ya como una expresión de benevolencia, sino como una necesidad imperativa para la sostenibilidad social y económica.
Datos recopilados por la OMS revelan que una de cada dos personas manifiesta actitudes edadistas. Esta estadística no solo evidencia la magnitud del fenómeno, sino su aceptación tácita como norma. En sociedades que veneran la juventud como sinónimo de productividad, belleza y renovación, la vejez aparece como su antítesis: fragilidad, dependencia, inutilidad. La Encuesta Social Europea (2008-2009) ya reveló que el edadismo constituía el prejuicio más generalizado en Europa, por encima incluso del racismo y el sexismo.
Existen media docena de razones, a menudo inadvertidas, que moldean la mirada de la sociedad y de las empresas sobre los Yold.
Limitan la promoción de otros
Entre los profesionales más jóvenes no es extraño que vean truncado el desarrollo de sus carreras profesionales, no por falta de talento o dedicación, sino por una creencia profundamente arraigada y errónea sobre la naturaleza del trabajo mismo, que sugiere que existe una cantidad finita de empleo a repartir. Se olvida que el trabajo, lejos de ser un recurso estático, se expande con la innovación humana, la colaboración intergeneracional y la creatividad de la diversidad.
Actitud ante la tecnología
Uno de los prejuicios más arraigados del edadismo es la supuesta incapacidad de los mayores para adaptarse a la tecnología. Esta creencia, que se disimula tras discursos de eficiencia y modernidad, crea un bucle regresivo: al restringir su acceso a la formación, se refuerza la idea de su obsolescencia.
La brecha digital que existía hace una década se está cerrando. Al ser empujados por la pandemia a un uso intensivo de herramientas digitales, los trabajadores mayores demostraron una eficacia que desbarató los pronósticos de los agoreros. No se trataba de capacidad, sino de contexto.
El mito de la productividad
Según investigaciones del Consejo Nacional sobre el Envejecimiento y la Sociedad Gerontológica de Estados Unidos, el rendimiento no solo no disminuye con la edad en términos generales, sino que tiende a estabilizarse o incluso a aumentar en funciones donde el juicio, la fiabilidad y la experiencia son determinantes.
La paradoja del sesgo queda al desnudo en los datos de McKinsey, extraídos del estudio global de Generation: mientras solo el 15% de los mayores de 45 años era considerado apto durante los procesos de selección; una vez contratados, el 87% rindió igual o mejor que sus pares más jóvenes, y el 90% mostró mayor fidelidad a sus empresas. Los cerebros séniors cosechan los beneficios de la neuroplasticidad (cortesía de la experiencia), la acumulación de mielina (que incrementa la capacidad de procesamiento) y la bilateralización (la habilidad de usar ambos lados del cerebro).
El mito de la aversión al cambio
Este prejuicio pasa por alto una verdad más compleja: en culturas organizativas rígidas, tanto jóvenes como mayores tienden a aferrarse a lo conocido. En entornos ágiles, donde se promueve la mejora continua, suelen ser los trabajadores de mayor trayectoria quienes muchas veces lideran la transformación, porque saben que estancarse es retroceder. La edad no resta, sino que suma. Los emprendedores de más de 65 años tienen una tasa de éxito del 70%, frente al 28% de los más jóvenes.
La rentabilidad perdura
Los mayores tienden a permanecer en sus empleos por más tiempo, lo que reduce los costes de rotación y correlaciona en mayor fiabilidad; de ahí que no sean excepción los clientes que valoran tratar con ejecutivos experimentados; los inversores también suelen reaccionar positivamente al saber que una compañía cuenta con líderes Yold al timón durante tiempos turbulentos. Además, reemplazar a un profesional veterano supone tiempo, incertidumbre, errores de integración y ruptura del tejido relacional. Se estima que el coste de reemplazo puede equivaler a entre seis meses y dos años de salario. Desvincularlos, además, erosiona la moral colectiva, debilita la reputación y lanza un mensaje inquietante a los más jóvenes: “La lealtad de la empresa contigo tiene fecha de caducidad”.
¿No quieren lo mismo?
McKinsey en su estudio Debunking age stereotypes in the workplace revela la uniformidad de motivos que impulsan a los trabajadores, sin importar su edad, a dejar un empleo: una compensación insuficiente, ausencia de desarrollo profesional y falta de liderazgo empático. No son los años vividos lo que marca la diferencia, sino el contexto vital que da sentido a esas motivaciones. Desean muchas de las mismas cosas, como una compensación justa y el encaje de un trabajo flexible; la única diferencia apunta a las razones por las que lo quieren. La flexibilidad en el horario y en las vacaciones, así como el teletrabajo, se sitúan entre las prioridades para sentirse a gusto. Unos desean tener más tiempo libre para viajar o disfrutar más intensamente de su vida social, y otros para gestionar mejor el equilibrio entre su vida privada y el trabajo.
Los Yold no solo pueden aprender, innovar, rendir y adaptarse: lo hacen con eficacia cuando se les otorgan condiciones justas, libres de prejuicios y basadas en el mérito. La juventud y la madurez se fecundan mutuamente. Dejar de ver la edad como barrera es comenzar a verla como horizonte. En ese cambio de mirada se abre la posibilidad de un proyecto compartido, donde las generaciones no compiten, sino que convergen.