domingo, junio 8, 2025

La destrucción del liderazgo tecnológico de EE UU | Negocios

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Desde el Sputnik en la década de 1950 hasta el bum de la electrónica en Japón en la década de 1980, los estadounidenses muchas veces han temido perder su ventaja tecnológica frente a rivales. En todas las ocasiones, sin embargo, Estados Unidos ha respondido redoblando sus fuerzas —atrayendo talento global, invirtiendo en investigación de vanguardia, implementando la ley de competencia— y, en última instancia, ha salido fortalecido. Hoy, en cambio, la amenaza más grave para el liderazgo tecnológico de Estados Unidos no es otro Sputnik o Sony, es la erosión interna de las ventajas fundamentales. Las políticas del presidente Donald Trump casi parecen diseñadas para desmantelar los pilares mismos de la innovación estadounidense.

El primer pilar son las instituciones de investigación. Durante la Guerra Fría, un consenso bipartidario apoyó programas ambiciosos como el Apolo y la Agencia de Proyectos de Investigación Avanzada de Defensa. Los científicos e investigadores gozaban de una considerable autonomía intelectual. Los precursores seminales de la internet moderna se originaron dentro de un entramado federal-universitario deliberadamente laxo que vinculaba a Stanford, el MIT, la Universidad de California en Berkeley, Columbia y otros campus universitarios.

Pero los recortes presupuestarios de Trump han socavado este modelo: los presupuestos de la Fundación Nacional de Ciencias, la dirección científica de la NASA y los Institutos Nacionales de Salud se enfrentan a reducciones cercanas al 50%. Recortes tan profundos, junto con pruebas de fuego políticas para las subvenciones a la investigación, ahogarán el ecosistema del que dependen los descubrimientos revolucionarios.

El segundo pilar, estrechamente relacionado, es el talento. Durante más de dos siglos, la mayor ventaja de Estados Unidos ha sido su capacidad para atraer a personas de todo el mundo. En el siglo XIX, Samuel Slater aportó los conocimientos industriales esenciales del Reino Unido a las fábricas estadounidenses. Más recientemente, la bioquímica de origen húngaro Katalin Karikó pasó décadas en laboratorios estadounidenses sentando las bases de las vacunas de ARNm que salvan vidas. Sin embargo, las medidas drásticas de Trump en materia de visados, las prohibiciones a los estudiantes internacionales y la hostilidad hacia las universidades han hecho que Estados Unidos resulte menos atractivo para el talento mundial, alentando la fuga de cerebros.

El tercer pilar es la competencia. La revolución tecnológica estadounidense no surgió de industrias protegidas, sino de empresas que tuvieron que lidiar con competidores, tanto nacionales como extranjeros. A diferencia de Japón, donde una política de competencia laxa favorecía a los conglomerados establecidos y reprimía la innovación, el sólido régimen antimonopolio estadounidense se centró sistemáticamente en los monopolios, fomentando así el espíritu empresarial. Por ejemplo, la disolución del gigante de las telecomunicaciones AT&T en 1984 impidió que una sola empresa monopolizara internet, aún en fase incipiente, creando un entorno competitivo en el que la innovación podía prosperar orgánicamente.

Pero el compromiso de Estados Unidos con una competencia vigorosa lleva décadas debilitándose. La concentración industrial está en aumento, se crean menos empresas nuevas y el crecimiento de la productividad es lento. Y por si estas tendencias no fueran lo suficientemente malas, el muro arancelario de Trump acelerará la caída, protegiendo a empresas atrincheradas de los competidores extranjeros, convirtiendo la política comercial en un bazar de dinero a cambio de favores. De ahí que los gastos de los grupos de presión vinculados a las exenciones arancelarias se dispararan un 277% interanual en el primer trimestre de 2025. Este sistema politizado de exenciones señala una deriva hacia el capitalismo de amigos, y se aleja del mercado abierto y competitivo que una vez impulsó la innovación estadounidense.

El cuarto factor es la financiación. El capital riesgo estadounidense —anclado en mercados cotizados líquidos y profundos— es lo que les permitió a Apple y Microsoft en los años setenta, seguidas por Amazon y Google en los años noventa, crecer a gran velocidad. En 2000, las empresas respaldadas por capital riesgo representaban un tercio del valor del mercado estadounidense, eclipsando el modelo europeo centrado en los bancos.

Pero este motor hoy está fallando. Los recortes de impuestos de Trump aumentarán el déficit fiscal, lo que obligará al Tesoro a endeudarse más, y probablemente hará subir los tipos de interés. El aumento de los costes de endeudamiento afectará a las start-ups justo cuando la volatilidad del mercado impulsada por los aranceles ya está minando el apetito por el riesgo de los inversores.

El quinto pilar es un Estado imparcial. Estados Unidos aprendió durante la Edad Dorada que los monopolios descontrolados y la corrupción política amenazan el crecimiento. El Congreso respondió con reformas favorables a la competencia: la Ley Pendleton de 1883 sustituyó el clientelismo por una función pública basada en el mérito, y la Ley Antimonopolio Sherman de 1890 puso freno a las prácticas anticompetitivas.

Hoy, estas salvaguardas institucionales se están debilitando. El cambio propuesto por Trump de la “Lista F” purgaría a miles de expertos de carrera del Gobierno y los sustituiría por leales, reflejando el enfoque del presidente Xi Jinping en China (donde la lealtad a menudo se valora más que la competencia). Del mismo modo, el Departamento de Eficiencia Gubernamental —hasta hace poco encabezado por Elon Musk— corre el riesgo de producir un funcionariado menos capaz y más comprometido políticamente. Agencias como el Servicio de Impuestos Internos tienen enormes plantillas principalmente porque el código tributario estadounidense es excesivamente complicado y está lleno de lagunas. Sin una simplificación regulatoria, la burocracia no puede reducirse de forma significativa, ni las normas pueden aplicarse con eficacia.

El único consuelo es que el principal competidor, China, también se enfrenta a grandes retos internos. Aunque la actividad más innovadora de China sigue procediendo de empresas privadas o con respaldo extranjero, el Gobierno ha venido centralizando nuevamente el poder económico: la asignación de licencias, créditos y contratos públicos favorece cada vez más a conglomerados políticamente confiables; las normas antimonopolio se aplican de forma selectiva, y la campaña anticorrupción de Xi actúa también como filtro de lealtad. La productividad se ha estancado en tanto un sector inmobiliario sobredimensionado absorbió la asombrosa cifra de un tercio del PIB.

Mientras tanto, las empresas que carecen de fuertes patrocinadores políticos operan en una zona gris legal, y el férreo control del Estado sobre las tecnologías de la información críticas invita a una supervisión cada vez más estricta que ahoga la experimentación de base. La estrategia de Xi de “divide y reinarás” puede asegurar el control político, pero erosiona la descentralización provincial que impulsó el ascenso de China después de los años ochenta.

Ahora bien, las democracias liberales tampoco tienen garantizado el progreso tecnológico continuo. La innovación depende de la apertura, de normas imparciales y de una competencia vigorosa. Esto no puede darse por sentado. Bajo la Administración de Trump, las ventajas históricas de Estados Unidos se están deteriorando rápidamente. Sostener la innovación —la fuente de la prosperidad de Estados Unidos— requiere defender activamente las instituciones, no proteger las industrias.



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