Marisol García Walls ha atravesado el terror compartido de las mujeres. En septiembre de 2009, unos hombres asaltaron la casa en la que vivía con su hermana y su madre. Ella recuerda los detalles pequeños —el golpe en el cubo de la escalera, los frijoles en el microondas— y no tanto los que quería la Fiscalía mexicana: ¿cuántos hombres eran? ¿De qué edades? ¿Cómo iban vestidos? ¿Qué armas llevaban, cuántas y de qué clase? Marisol, que tenía entonces 20 años, fue violada. Después de ese momento, la escritora se convirtió en investigadora de su propia historia. Durante una década, García Walls ha escarbado, pico y pala, memoria y archivo, en las violencias de México, la que ejercen los criminales y la que ejerce el Estado. El resultado de esa búsqueda es Comparecencia (in)voluntaria (Utópicas, 2025), “un libro que no se trata sobre el crimen, se trata sobre el lenguaje, sobre lo que pasa después”.
Es como entrar a una sala oscura. Dentro Marisol García Walls recibe y muestra. Avisa de la “ruina”: “Una habitación desordenada, ropa hecha jirones en el piso y la tortuga de mi hermana, Mapa, que tras romperse su pecera caminó en círculos cada vez más grandes, quizás buscando la contención o los límites. (…) en medio de todo lo demás que apenas empezaba a romperse”. Enseña la declaración: “Los sujetos las amenazan con los cuchillos y les dicen que se callen diciéndoles hijas de puta aquí las chingamos se van a ir a la verga, las vamos a matar, las vamos a picar y si cooperan no se muere nadie”, y también la reescribe. En el documento de la Fiscalía se describen las armas y Marisol rebate: “Yo jamás diría cuchillo como tipo cebollero, daga con empuñadura. ¿A dónde me dirijo para corregir las palabras de lo que, en primer lugar, nunca quise decir?”.
Es el libro una clase forense, una memoria interrogada, un archivo para registrar una nueva versión. Durante años, García Walls se sintió debilitada por la denuncia en la Fiscalía, que ni siquiera recogió por separado las voces de las tres mujeres, a las que agrupa bajo el concepto “el declarante(s)”: “El documento siempre tenía una verdad que yo no tenía y era una sensación absolutamente angustiante, de sentir que lo que había quedado escrito era como una especie de verdad suprema que ganaba a cualquier pequeña verdad que pudiera tener mi versión, la de mi mamá o la de mi hermana”, cuenta en una entrevista en la librería Casa Tomada, en Ciudad de México.
En ese hueco es donde se anidó la escritora para que su testimonio volviera a contar: “Si el Estado opera en nuestras vidas a partir de ficciones documentales, podemos devolverle al Estado las mismas injusticias a partir de ficciones documentales”. García Walls decidió tachar, reformular, revolver, en definitiva, intervenir su declaración. Lo hace en el texto cuando recupera la comparecencia de 2009 (“y ahí los tres sujetos nos jalan de los cabellos y nos preguntan que donde teníamos las joyas, el dinero y el oro”) y escribe ahora: “Revivo la vergüenza, la imposibilidad de satisfacer la demanda cuando pedían, decepcionados, algo de mayor valor. Quería decirles, confieso, que se habían equivocado de casa. Quería decirles que tenían que haber robado otra”. Y también en la realidad. Hace dos años, ya con la vista puesta en el final del libro, Marisol regresó a la Fiscalía de Ciudad de México para ampliar su declaración. Buscaba un nuevo texto que sí incorporara sus palabras. No lo logró.

Terrorismo colectivo
García Walls es clara desde el inicio: “Hubiera querido decir: ‘Esta no es mi historia’. Pero, ni modo. Me tocó contarla”. Se resistió a ella durante años después de la agresión, cuando trató de seguir con sus estudios y otros proyectos. En parte porque tardó años en entender la gravedad de lo que le había sucedido (“la soga en el cuello, la asfixia, me parecían avatares inocentes”), comprender que había estado a punto de ser asesinada. Hasta que llegó un punto en que la historia la devoró por completo. “Es imposible suprimir los picos de la memoria” o “el lenguaje me desborda”, explica. Así trabajó de forma cíclica durante siete años en las primeras siete cuartillas: “Iba una y otra vez, no podía escribir más adelante. Me preguntaba por qué”.
Llegó a entrar en episodios de psicosis durante el proceso (“por eso nunca diré que la escritura es sanadora”) y leyó decenas de libros que están detrás de esta Comparecencia (in)voluntaria. “Leía tanto porque quería copiar modelos y no los encontraba. En el primer momento de escritura había una falta, un vacío, de cómo se atravesaba esta experiencia”, relata la creadora: “La violación es el fantasma en la vida de las mujeres. Hay una especie de práctica aprendida en la infancia, sobre qué tienes que hacer para que no te pase y entonces se vuelve en un terrorismo colectivo orientado también a decirte que una violación es lo peor que te puede pasar como mujer. En realidad quizás para mí no fue lo peor que me pasó en la vida. Pero sí me di cuenta también de cómo ese fantasma generaba una práctica que veo en las niñas superjóvenes, que veo en la generación de mi mamá, y es que genera silencios”.
En México, el año pasado se registraron 21.437 violaciones a mujeres, 1.800 al mes, casi 60 al día. “Ese terror no es un miedo, es una serie de miedos. ¿Qué te va a pasar? Tus colegas, tus exnovios, van a pensar otra cosa de ti. ¿Cómo se lo vas a contar a tus parejas? Yo creo que también configura ese terror las ideas sobre lo que es ser decente. ¿Qué es una mujer decente? ¿Cómo se comporta la mujer violada? ¿Por qué tenía yo esa culpa de que la gente del medio del arte supiera que a mí me había pasado esto?“, reflexiona.
La violación de Marisol, como el 95% de los casos en México, sigue impune. Su denuncia, al ser del sistema antiguo, requería de una ratificación: un “proceso infernal” que la obligaba a pasar, entre otras cosas, por un nuevo estudio ginecológico para comprobar si las lesiones por violación seguían vigentes 15 días después. Eso unido a la intimidación de los agentes —que buscaron que incriminaran a personas que no tenían nada que ver– la hizo soltar el proceso policial. Así, su caso nunca llegó ni siquiera a investigarse.
“El cometido máximo de estas construcciones del aparato jurídico —a partir de la burocracia y de sus herramientas de invisibilización, de lentitud, de archivo— es disuadir que haya denuncias. Si me preguntas a mí instintivamente si vale la pena denunciar, yo te diría: ‘No, vete a tu casa y no pases por ahí’. Pero al mismo tiempo reconozco lo importante que es pasar por ahí para que exista un registro“, apunta la creadora, que ya ha abandonado la idea de que sea la Fiscalía mexicana la que le proporcione una idea de justicia. La respuesta, cree García Walls, está en lo colectivo, también en la escritura, como “una toma de fuerza entre amigas”: “¿Cómo puede un libro ayudar a otras personas a intervenir en sus propias historias, a devolverle al Estado lo que sienten que les debe?“.